domingo, 24 de octubre de 2010

De muerte a vida

Estaba pricionero dentro de mi propio calabozo. Calabozo hecho por mi misma miseria humana, por mis propias maldades y deseos pecaminosos; por mis limitaciones y prejuicios.

Allí todo era lúgubre, pésimo y monótono. Estaba condenado por mis propias pasiones, cuales vendaron mis ojos para no ver la magnificencia de la gloria de mi Libertador

Mis manos y mis pies, encadenados por mi propia maldad, no me permitian vivir, sino que solo existia, abrumado cada día más, en lo fatal del destino que yo mismo habia construido; en mi auto-esclavitud.

No había el más mínimo destello de luz y de esperanza en aquel lugar. La pintura de las paredes era de color fatalismo, y la única luz era toda la oscuridad que invadia aquel estrecho espacio.

La única esperanza de mi alma era yacer eternamente en aquel lugar de sufrimiento, anhelando la muerte, pero viviéndola sin ninguna otra suerte.

Mi única suerte era morir la peor muerte; vivir la muerte misma. Aquella muerte que comienza de este lado de la eternidad, y que continua sin final en el infierno.

Todo cambió cuando el fuego fue encendido milagrosamente dentro de mi ser. La densa nieve se desvaneció por el calor que produjo aquel fuego.

La luz que surgió del fuego llenó todo espacio negro dentro del calabozo de mi corazón, y las tinieblas desaparecieron como se esfuman las sombras en amanecer.

Las paredes fueron blanqueadas por la pureza del Libertador. Las cadenas se rompieron súbitamente y un poder sobrenatural fue introducido en mi ser, transformándolo por completo.

Las vendas fueron desveladas ante todo el esplendor que se desprende de la gloriosa majestad de mi Señor y Salvador.

Ahora puedo contemplar, admirado, toda la belleza que hay en Jesús. Puedo comprobar el verdadero amor, amor perfecto, por que no sólo él murió por mí, sino en mí lugar.

Ahora puedo entrar confiadamente al trono de la gracia y alcanzar misericordia y hayar gracia, porque en Cristo soy hecho hijo de Dios, he sido adoptado, he sido perdonado; y he sido justificado.

De manera que ya no soy condenado, pues mi Libertador cargó sobre sí mismo el pecado que me condenaba, y ha hecho que la sombrilla de su muerte me cubra de la ira de Dios.

Oh, cuan amor nos ha dado el Padre al hacernos hijos de Dios. Porque aún estando muertos, nos dio vida juntamente con Cristo.







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